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Domingo/07-Dic-2003
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Radar|Domingo, 07 de Diciembre de 2003
nota
de tapa
Resistirá
¿Resistirán
los libros el embate de la tecnología digital? ¿Cambiará Internet el modo en
que leemos? ¿Existirán los autores cuando cada uno decida el final de una
novela según su voluntad? ¿Llegará el día en que cualquiera pueda reescribir la trama de La guerra y la paz con un mouse? El 1º de noviembre, con motivo de la reapertura de
la milenaria Biblioteca, la ciudad egipcia de Alejandría tuvo como anfitrión a Umberto Eco, quien ofreció una conferencia en inglés
durante la cual respondió a estos y otros interrogantes. Publicado por el
semanario Al-Ahram, Radar reproduce el texto completo
de esa charla en la que Eco desplegó su habitual claridad para exponer por qué
el libro permanecerá tanto como las cucharas, los cuchillos y la idea de Dios.
POR
UMBERTO ECO
Tenemos
tres tipos de memoria. La primera es orgánica: es la memoria de carne y sangre
que administra nuestro cerebro. La segunda es mineral, y la humanidad la
conoció bajo dos formas: hace miles de años era la memoria encarnada en las
tabletas de arcilla y los obeliscos –algo muy habitual en Egipto–, en los que
se tallaban toda clase de escritos; sin embargo, este segundo tipo corresponde
también a la memoria electrónica de las computadoras de hoy, que están hechas
de silicio. Y hemos conocido otro tipo de memoria, la memoria vegetal, representada
por los primeros papiros –también muy habituales en Egipto– y, después, por los
libros, que se hacen con papel. Permítanme soslayar el hecho de que, en cierto
momento, el pergamino de los primeros códices fuera de origen orgánico, y que
el primer papel estuviera hecho de tela y no de celulosa. Para simplificar,
permítanme designar al libro como memoria vegetal.
En el pasado, éste fue un lugar dedicado a la conservación de los libros, como
lo será también en el futuro; es y será, pues, un templo de la memoria vegetal.
Durante siglos, las bibliotecas fueron la manera más importante de guardar
nuestra sabiduría colectiva. Fueron y siguen siendo una especie de cerebro
universal donde podemos recuperar lo que hemos olvidado y lo que todavía no
conocemos. Si me permiten la metáfora, una biblioteca es la mejor imitación
posible de una mente divina, en la que todo el universo se ve y se comprende al
mismo tiempo. Una persona capaz de almacenar en su mente la información
proporcionada por una gran biblioteca emularía, en cierta forma, a la mente de
Dios. Es decir, inventamos bibliotecas porque sabemos que carecemos de poderes
divinos, pero hacemos todo lo posible por imitarlos.
Construir, o mejor, reconstruir una de las bibliotecas más grandes del mundo
puede sonar como un desafío o una provocación. A menudo, en artículos
periodísticos o en papers académicos, ciertos autores
se enfrentan con la nueva era de las computadoras e Internet, y hablan de la
posible “muerte de los libros”. Sin embargo, el hecho de que los libros puedan
llegar a desaparecer –como los obeliscos o las tablas de arcilla de las
civilizaciones antiguas– no sería una buena razón para suprimir las
bibliotecas. Por el contrario, deben sobrevivir como museos que conservan los
descubrimientos del pasado, de la misma manera que conservamos la piedra de Rosetta en un museo porque ya no estamos acostumbrados a
tallar nuestros documentos en superficies minerales.
Sin embargo, mis plegarias en favor de las bibliotecas serán un poco más
optimistas. Soy de los que todavía creen que el libro impreso tiene futuro, y
que cualquier temor respecto de su desaparición es sólo un ejemplo más del
terror milenarista que despiertan los finales de las cosas, entre ellas el
mundo.
He contestado en muchas entrevistas preguntas del tipo: “¿Los nuevos medios
electrónicos volverán obsoletos los libros? ¿Internet atenta contra la
literatura? ¿La nueva civilización hipertextual
eliminará la noción de autoría?”. Ante semejantes interrogantes, y teniendo en
cuenta el tono aprensivo con el que los formulan, cualquiera que tenga una
mente normal y bien equilibrada pensará que el entrevistador se tranquilizaría
si la respuesta fuera: “No, no, tranquilos, todo está bien”. Error. Si les
dijéramos que no, que ni los libros ni la literatura ni la figura del escritor
van a desaparecer, los entrevistadores entrarían en pánico. Porque si nadie
muere, ¿cuál es entonces la noticia? Publicar que murió un Premio Nobel es una flor de noticia; informar que goza de buena
salud no le interesa a nadie –salvo, supongo, al Premio Nobel
mismo.
Hoy quiero tratar de desmadejar una serie de temores. Aclarar nuestras ideas
sobre estos problemas también puede ayudarnos a entender mejor qué entendemos
normalmente por “libro”, “texto”, “literatura”, “interpretación”, etcétera. De
ese modo veremos cómo una pregunta tonta puede generar muchas respuestas
sabias, y cómo ésa es, probablemente, la función cultural de las entrevistas
ingenuas.
Comencemos por una historia que es egipcia, aunque la haya contado un griego.
Según dice Platón en su Fedro, cuando Hermes –o Theut, el supuesto inventor de la escritura– le presentó su
invención al faraón Thamus, recibió muchos elogios,
porque esa técnica desconocida les permitiría a los seres humanos recordar lo
que de otro modo habrían olvidado. Pero el faraón Thamus
no estaba del todo contento. “Mi experto Theut –le
dijo–, la memoria es un gran don que debe vivir gracias al entrenamiento
continuo. Con tu invención, las personas ya no se verán obligadas a
ejercitarla. Recordarán las cosas, pero no por un esfuerzo interno sino por un
dispositivo exterior.”
Podemos entender la preocupación de Thamus. La
escritura, como cualquier otra nueva invención tecnológica, entumecería la
misma facultad humana que fingía sustituir y reforzar. Era peligrosa porque
disminuía las facultades de la mente y ofrecía a los seres humanos un alma
petrificada, una caricatura de la mente, una memoria mineral.
El texto de Platón es por cierto irónico. Platón estaba desarrollando su
polémica contra la escritura. Pero en su diálogo también fingía que el que
pronunciaba el discurso era Sócrates, que nunca escribió nada. Si hoy en día
nadie comparte las preocupaciones de Thamus es por
dos razones muy simples. En primer lugar, sabemos que los libros no hacen que
otra persona piense en nuestro lugar; por el contrario, son máquinas que
producen nuevos pensamientos. Sólo después de la invención de la escritura fue
posible escribir esa obra maestra de la memoria espontánea que es “En busca del
tiempo perdido” de Proust. En segundo lugar, si en
algún momento las personas necesitaron entrenar su memoria para recordar cosas,
después de la invención de la escritura tuvieron que entrenarla también para
recordar libros. Desafío y perfección de la memoria son los libros, que nunca
la narcotizan. Sin embargo, el faraón expresaba un miedo que siempre reaparece:
el de que un descubrimiento tecnológico pueda asesinar algo que consideramos
precioso y fructífero.
Utilicé el verbo “asesinar” a propósito, porque, más o menos catorce siglos
después, en su novela histórica “Nuestra Señora de París”, Víctor Hugo narró la
historia de un sacerdote, Claude Frollo,
que observaba con tristeza las torres de su catedral. La historia de Nuestra
Señora de París transcurre en el siglo XV, después de la invención de la
imprenta. Antes, los manuscritos quedaban reservados a una restringida elite de
personas que sabían leer y escribir, y lo único que se les enseñaba a las masas
eran las historias de la Biblia, la vida de Cristo y de los santos, los
principios morales, y hasta hechos de la historia nacional o nociones
elementales de geografía y ciencias naturales (la naturaleza de los pueblos
desconocidos, las virtudes de determinadas hierbas o piedras): todo este
conocimiento era proporcionado por las catedrales con su sistema de imágenes.
Una catedral medieval era como un programa de TV permanente, siempre repetido,
que se supone le decía a la gente todo lo que les era imprescindible para la
vida diaria y la salvación eterna.
Ahora bien: Frollo tiene en su mesa un libro impreso
y murmura ceci tuera cela (“esto matará a aquello”);
en otras palabras: el libro matará a la
catedral, el alfabeto matará a las imágenes. Alentando informaciones
innecesarias, interpretaciones libres de las Escrituras y curiosidades insanas,
el libro distraerá a las personas de sus valores más importantes.
En
los años sesenta, Marshall McLuhan
publicó La galaxia Gutenberg, el libro en el que
anunciaba que el modo lineal de pensamiento, apoyado en la invención de la
imprenta, estaba a punto de ser reemplazado por un modo de percepción y
entendimiento más global que se valdría de imágenes de TV u otras clases de
dispositivos electrónicos. Puede que McLuhan no, pero
muchos de sus lectores pusieron un dedo sobre la pantalla de la TV y después
sobre un libro y dijeron: “Esto matará a aquello”. Si siguiera entre nosotros, McLuhan habría sido el primero en escribir algo así como El imperio Gutenberg
contraataca. Ciertamente, una computadora es un instrumento con el cual se
pueden producir y editar imágenes; y las instrucciones, ciertamente, se
imparten mediante íconos; pero es igualmente cierto que la computadora se ha
convertido en un instrumento alfabético antes que otra cosa. Por la pantalla de
una computadora desfilan palabras y líneas, y para utilizarla hay que saber
leer y escribir.
¿Hay diferencias entre la primera galaxia Gutenberg y
la segunda? Muchas. La primera de todas: sólo los hoy arqueológicos
procesadores de textos de comienzos de los ochenta proporcionaban una comunicación
escrita lineal. Hoy las computadoras no son lineales; ofrecen una estructura hipertextual. Curiosamente, la computadora nació como una
máquina de Turing, capaz de hacer un solo paso a la
vez, y, de hecho, en las profundidades de la máquina, el lenguaje todavía opera
de ese modo, mediante una lógica binaria, de cero-uno, cero-uno. Sin embargo,
el rendimiento de la máquina ya no es lineal: es una explosión de proyectiles
semióticos. Su modelo no es tanto una línea recta sino una verdadera galaxia,
donde todos pueden trazar conexiones inesperadas entre distintas estrellas
hasta formar nuevas imágenes celestiales en cualquier nuevo punto de la
navegación.
Sin embargo, es exactamente en este punto donde debemos empezar a deshilvanar
la madeja, porque por estructura hipertextual solemos
entender dos fenómenos muy diferentes. Primero, tenemos el hipertexto textual.
En un libro tradicional debemos leer de izquierda a derecha (o de derecha a
izquierda, o de arriba a abajo, según las culturas), de un modo lineal. Podemos
saltearnos páginas; llegados a la página 300, podemos volver a chequear o
releer algo en la página 10. Pero eso implica un trabajo físico. Por el
contrario, un texto hipertextual es una red
multidimensional o un laberinto en los que cada punto o nodo puede
potencialmente conectarse con cualquier otro nodo. En segundo lugar, tenemos el
hipertexto sistémico. La Web es la Gran Madre de Todos los Hipertextos, una
biblioteca mundial donde podemos, o podremos a corto plazo, reunir todos los
libros que deseemos. La Web es el sistema general de todos los hipertextos
existentes.
Esta diferencia entre texto y sistema es enormemente importante. Por ahora
déjenme terminar con la más ingenua de las preguntas que suelen hacernos, una
pregunta donde la diferencia a la que aludimos no se advierte con total
claridad. Pero respondiéndola podremos clarificar otra posterior. La pregunta
ingenua es: “Los disquetes hipertextuales, Internet o
los sistemas multimedia, ¿volverán obsoleto al libro?”. Y así llegamos al último
capítulo de la historia de esto-matará-a-aquello. Pero aun esta pregunta es
confusa, puesto que puede ser formulada de dos maneras distintas: a)
¿Desaparecerán los libros en tanto objetos físicos?; y (b) ¿Desaparecerán los
libros en tanto objetos virtuales?
Déjenme contestar primero la primera. Aun después de la invención de la
imprenta, los libros nunca fueron el único medio de adquirir información.
También había pinturas, imágenes populares impresas, enseñanzas orales,
etcétera. El libro sólo demostró ser el instrumento más conveniente para
transmitir información. Hay dos clases de libros: para leer y para consultar.
En los primeros, el modo normal de lectura es el que yo llamaría “estilo novela
policial”. Empezamos por la primera página, en la que el autor dice que ha
ocurrido un crimen, seguimos el derrotero hasta el final y descubrimos que el
culpable es el mayordomo. Fin del libro y fin de la experiencia de su lectura.
Luego están los libros para consultar, como las enciclopedias y los manuales.
Las enciclopedias fueron concebidas para ser consultadas, nunca para ser leídas
de la primera a la última página. Generalmente tomamos un volumen de una
enciclopedia para saber o recordar cuándo murió Napoleón, o cuál es la fórmula
química del ácido sulfúrico. Los eruditos usan las enciclopedias de manera más
sofisticada. Por ejemplo, si quiero saber si es posible que Napoleón conociera
a Kant, tengo que tomar el volumen K y el volumen N
de mi enciclopedia. Y descubriré que Napoleón nació en 1769 y murió en 1821, y
que Kant nació en 1724 y murió en 1804, cuando
Napoleón era emperador. No es imposible, por lo tanto, que los dos se hayan
visto alguna vez. Puede que para confirmarlo tenga que consultar una biografía
de Kant, o de Napoleón, pero una pequeña biografía de
Napoleón –que conoció a tanta gente– puede haber pasado por alto el encuentro
con Kant, mientras que una biografía de Kant posiblemente registre su encuentro con Napoleón. En
pocas palabras: debo revisar los muchos libros de los muchos estantes de mi biblioteca
y tomar notas para comparar más adelante todos los datos que recogí. Todo eso
me cuesta un doloroso esfuerzo físico.
Con el hipertexto, sin embargo, puedo navegar a través de toda la
red-enciclopedia. Y puedo hacer mi trabajo en unos pocos segundos o minutos.
Los hipertextos volverán obsoletos, ciertamente, las enciclopedias y los
manuales. Ayer nomás era posible tener una enciclopedia entera en CD-ROM; hoy
es posible disponer de ella en línea, con la ventaja de que esto permite la
remisión y la recuperación no lineal de la información. Todos los discos
compactos, más la computadora, ocuparán un quinto del espacio ocupado por una
enciclopedia impresa. Un CD-ROM es más fácil de transportar que una
enciclopedia impresa y es más fácil de poner al día. En un futuro cercano, los
estantes que las enciclopedias ocupan en mi casa –así como los metros y metros
que ocupan en las bibliotecas públicas– podrán quedar libres, y no habría
mayores razones para protestar. Recordemos que para muchos, una enciclopedia
multivolumen es un sueño imposible, y no solamente por el costo de los
volúmenes sino por el costo de las paredes en las que esos volúmenes deben
instalarse.
Sin embargo, ¿puede un disco hipertextual o la Web
reemplazar a los libros que están hechos para ser leídos? Una vez más, tenemos
que definir si la pregunta alude a los libros como objetos físicos o virtuales.
Una vez más, déjenme considerar primero el problema físico. Buenas noticias:
los libros seguirán siendo imprescindibles, no solamente para la literatura
sino para cualquier circunstancia en la que se necesite leer cuidadosamente, no
sólo para recibir información sino también para especular sobre ella. Leer una
pantalla de computadora no es lo mismo que leer un libro. Piensen en el proceso
de aprendizaje de un nuevo programa de computación. Generalmente el programa
exhibe en la pantalla todas las instrucciones necesarias. Pero los usuarios,
por lo general, prefieren leer las instrucciones impresas.
Después de haberme pasado doce horas ante la computadora, mis ojos están como
dos pelotas de tenis y siento la necesidad de sentarme en mi confortable sillón
y leer un diario, o quizás un buen poema. Opino, por lo tanto, que las
computadoras están difundiendo una nueva forma de instrucción, pero son incapaces
de satisfacer todas aquellas necesidades intelectuales que estimulan.
Hasta ahora, los libros siguen encarnando el medio más económico, flexible y
fácil de usar para el transporte de información a bajo costo. La comunicación
que provee la computadora corre delante de nosotros; los libros van a la par de
nosotros, a nuestra misma velocidad. Si naufragamos en una isla desierta, donde
no hay posibilidad de conectar una computadora, el libro sigue siendo un
instrumento valioso. Aun si tuviéramos una computadora con batería solar, no
nos sería fácil leer en la pantalla mientras descansamos en una hamaca. Los
libros siguen siendo los mejores compañeros de naufragio. Los libros son de esa
clase de instrumentos que, una vez inventados, no pudieron ser mejorados, simplemente
porque son buenos. Como el martillo, el cuchillo, la cuchara o la tijera.
Llegados a este punto podemos preguntarnos por la supervivencia de la figura
del escritor y de la obra de arte como unidad orgánica. Y simplemente quiero
informarles a ustedes que éstas ya se vieron amenazadas en el pasado. El primer
ejemplo es el del Commedia dell’arte
italiana, en la que, sobre la base de un canovaccio
–un resumen de la historia básica–, cada interpretación, según el humor y la
imaginación de los actores, era diferente de las demás, de modo que no podemos
identificar ninguna pieza de ningún autor individual que corresponda con Arlequino servidor de dos patrones, y en cambio sólo
podemos registrar una serie ininterrumpida de
interpretaciones, la mayoría de ellas definitivamente perdidas y cada una de
ellas, por cierto, diferente.
Otro ejemplo sería el de la improvisación en jazz. Podemos creer que alguna vez
hubo una interpretación arquetípica de Basin Street Blues y que sólo
sobrevivió una sesión posterior, pero sabemos que esto es falso. Hay tantos Basin Street Blues
como interpretaciones hubo de la pieza, y en el futuro habrá muchos que aún no
conocemos. Bastará con que dos o más intérpretes se encuentren y ensayen su
versión personal e inventiva del tema original. Lo que quiero decir es que ya
nos hemos acostumbrado a la idea de ausencia de autoría en relación con el arte
popular colectivo, en el que cada participante aporta lo suyo, a la manera de
una historia sin fin muy jazzera.
Pero es necesario señalar una diferencia entre la actividad de producir textos
infinitos y la existencia de textos ya producidos, que pueden ser interpretados
de infinidad de maneras, pero son materialmente limitados. En nuestra cultura
contemporánea aceptamos y evaluamos, de acuerdo con estándares diferentes,
tanto una nueva interpretación de la Quinta Sinfonía de Beethoven
como una nueva sesión jazzera del Basin
Street Theme. En este
sentido, no veo cómo el juego fascinante de producir historias colectivas e
infinitas a través de la red pueda privarnos de la literatura de autor y del
arte en general. Más bien nos encaminamos hacia una sociedad más liberada, en
la que la libre creatividad coexistirá con la interpretación del conjunto de
textos escritos. Me gusta que sea así. Pero no podemos decir que hayamos
guardado el vino nuevo en odres viejos. Las dos potencialidades quedan abiertas
para nosotros.
El zapping televisivo es otro tipo de actividad que
no tiene el menor vínculo con el consumo de una película en el sentido tradicional.
Es un artilugio hipertextual que nos permite inventar
nuevos textos y no tiene nada que ver con nuestra capacidad de interpretar
textos preexistentes. Traté desesperadamente de encontrar un ejemplo de
situación textual ilimitada y finita, pero me resultó imposible. De hecho, si
tenemos un número infinito de elementos con los cuales interactuar, ¿por qué
tendríamos que limitarnos a producir un universo finito? Se trata de un asunto
teológico, de una especie de deporte cósmico en el que uno –o El Uno– podría
establecer las condiciones de toda acción posible, pero en el que se prescribe
una regla y de ese modo se limita, generándose un universo muy pequeño y
simple. Permítanme, sin embargo, considerar otra posibilidad que en primera
instancia prometía un número infinito de posibilidades a partir de un número
finito de elementos –como ocurre con un sistema semiótico–, pero que en
realidad sólo ofrece una ilusión de libertad y creatividad.
Gracias al hipertexto podemos obtener la ilusión de construir un texto
hermético: un relato policial puede adquirir una estructura que permita que sus
lectores elijan cada uno su propia solución y decidan al final si el culpable
es el mayordomo, el obispo, el detective, el narrador, el autor o el lector. De
ese modo pueden construir su novela personal. Esta idea no es nueva. Antes de
la invención de las computadoras, los poetas y narradores soñaron con un texto
totalmente abierto para que los lectores pudieran recomponer de diversas
maneras hasta el infinito. Ésa era la idea de Le Livre,
según la predicó Mallarmé. Raymond
Queneau también inventó un algoritmo combinatorio en
virtud del cual era posible componer millones de poemas a partir de un conjunto
finito de versos. A comienzos de los años sesenta, Max
Saporta escribió y publicó una novela cuyas páginas
podían ser desordenadas para componer diferentes historias, y Nanni Balestrini metió en una
computadora una lista inconexa de versos que la máquina combinó de diferentes
maneras hasta producir diferentes poemas. Muchos músicos contemporáneos
produjeron partituras musicales cuya alteración permitía producir diferentes
ejecuciones de las piezas.
Todos estos textos físicamente desplazables dan la
impresión de una libertad absoluta por parte del lector, pero es sólo una impresión,
una ilusión de libertad. La maquinaria que permite producir un texto infinito
con un número finito de elementos existe desde hace milenios: es el alfabeto.
Con el número limitado de letras de un alfabeto se pueden producir miles de
millones de textos, y eso es exactamente lo que se ha hecho desde el viejo
Homero hasta nuestros días. Por el contrario, un texto-estímulo que no nos
provee letras o palabras sino secuencias preestablecidas de palabras o de
páginas, no nos da la libertad de inventar lo que queramos. Sólo somos libres
de desplazar fragmentos textuales preestablecidos en una cantidad
razonablemente importante. Un móvil de Calder es
fascinante, aunque no porque produzca un número infinito de movimientos
posibles sino porque admiramos en él la regla férrea impuesta por el artista:
el móvil se mueve sólo como Calder lo quiso.
El último límite de la textualidad libre es un texto
que en su origen está cerrado, por ejemplo “Caperucita Roja” o “Las mil y una
noches”, y que yo, el lector, puedo modificar de acuerdo con mis inclinaciones,
hasta elaborar un segundo texto, que ya no es el mismo que el original pero
cuyo autor soy yo mismo, aun cuando en este caso la afirmación de mi propia
autoría sea un arma que dispara contra el concepto nítido y bien definido de
autor. Internet está abierta a experimentos de esta
naturaleza, y muchos de ellos pueden resultar hermosos y fructíferos. Nada nos
impide escribir un relato en el cual Caperucita Roja devora al lobo. Nada nos
impide reunir relatos diferentes en una especie de rompecabezas narrativo. Pero
esto no tiene nada que ver con la función real de los libros y con sus encantos
profundos.
Un libro nos ofrece un texto abierto a múltiples interpretaciones, pero nos
dice algo que no puede ser modificado. Supongamos que estamos leyendo La guerra
y la paz de Tolstoi. Anhelamos con desesperación que Natasha rechace el cortejo de Anatoli,
ese despreciable sinvergüenza; con la misma desesperación anhelamos que el
príncipe Andrei, que es una persona maravillosa, no
se muera nunca, y que él y Natasha vivan juntos para
siempre. Si tenemos La guerra y la paz en un CD-ROM hipertextual
e interactivo, podremos reescribir nuestro propio
relato; podríamos inventar innumerables La guerra y la paz, uno en el que
Pierre Besujov consigue matar a Napoleón o, si
preferimos, uno en el que Napoleón derrota en toda la línea al general Kutusov. ¡Qué libertad! ¡Cuánta excitación! ¡Cualquier Bouvard o Pécuchet puede llegar a
ser Flaubert!
Desgraciadamente, con un libro ya escrito, y cuyo destino está determinado por
la voluntad represiva del autor, no podemos hacer nada de eso. Nos vemos
obligados a aceptar el destino y a admitir que somos incapaces de modificarlo.
Una novela hipertextual e interactiva da rienda
suelta a nuestra libertad y creatividad, y espero que esta actividad inventiva
sea implementada en las escuelas del futuro. Pero con la novela “La guerra y la
paz”, que ya está escrita en su forma definitiva, no podemos ejercer las
posibilidades ilimitadas de nuestra imaginación sino que nos enfrentamos a las
severas leyes que gobiernan la vida y la muerte.
De modo similar, Víctor Hugo nos ofrece en “Los miserables” una hermosa
descripción de la batalla de Waterloo. Esta versión
de Hugo es la opuesta de la de Stendhal. En su novela
“La cartuja de Parma”, Stendhal
ve la batalla a través de los ojos del protagonista, que mira desde el interior
del acontecimiento y no entiende su complejidad. Por el contrario, Hugo
describe la batalla desde el punto de vista de Dios y la sigue en cada detalle.
Así, con su perspectiva narrativa, domina toda la escena. Hugo sabe no sólo lo
que sucedió sino también lo que podría haber ocurrido (aunque de hecho no
ocurrió). Sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cumbre del
monte Saint Jean había un acantilado, los coraceros del general Milhaud no habrían sido abatidos a los pies del ejército
inglés, pero la información del emperador era vaga o insuficiente. Hugo sabe
que si el pastor que había guiado al general Von Bulow hubiera propuesto un itinerario diferente, el
ejército prusiano no habría llegado a tiempo para provocar la derrota francesa.
De hecho, en un juego de roles uno podría reescribir Waterloo de tal modo que Grouchy
llegara a tiempo con sus hombres para rescatar a Napoleón. Pero la belleza
trágica del Waterloo de Hugo consiste en que los
lectores sienten que las cosas ocurren con independencia de sus deseos. El
encanto de la literatura trágica depende de que sintamos que los héroes podrían
haber escapado a sus destinos, pero no lo hicieron por sus debilidades, su
orgullo o su ceguera.
Además, Hugo nos advierte: “Un vértigo, un error, una derrota, una caída que
dejó perpleja a toda la Historia, ¿puede ser algo sin causa? No... la desaparición de ese gran hombre era necesaria para que
llegara el nuevo siglo. Alguien, a quien no pueden hacérsele reparos, se ocupó
de que el resultado del acontecimiento fuera éste... Dios pasó por aquí, Dieu est passé”.
Eso es lo que nos dice cada libro verdaderamente grande: que Dios pasó, y que
pasó tanto para el creyente como para el escéptico. Hay libros que no podemos reescribir porque su función es enseñarnos la necesidad;
sólo respetándolos tal como son pueden hacernos más sabios. Su lección
represiva es indispensable si queremos alcanzar un estadio más alto de libertad
intelectual y moral.
Es mi esperanza y mi deseo que la Bibliotheca Alexandrina continúe albergando este tipo de libros, para
que nuevos lectores gocen de la experiencia intransferible de leerlos. Larga
vida a este templo de la memoria vegetal.
Traducción: Sergio Di Nucci
página 12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1101.html